-Oiga, ¿y usted qué hace tirado en el suelo?
-¿Yo? Pintando chicles...
Puede sonar a broma, pero no hay más que ver la fruición con la que trabaja Ben Wilson a ras de acera para comprobar que la cosa va completamente en serio. Tan en serio, que son ya 10.000 los chicles pintados que salpican las calles de Londres,
del Puente del Milenio a su barrio de Muswell Hill, de visita
imprescindible para quien quiera "patear" el lado insólito y colorista
de la ciudad olímpica...
- ¿Y se puede saber por qué pinta chicles?
- Porque no hay ninguna ley que lo impida, y así es más difícil que me detengan.
Dos veces le detuvieron sin embargo a Ben Wilson mientras se volcaba en su afanosa tarea, que tiene algo de revindicación suprema del espacio público.
Le pusieron las esposas, pero no tuvieron más remedio que soltarle sin
cargos ante la "presión popular" de sus vecinos de Muswell Hill y del
director de Raw Vision, la revista que inmortalizó su arte en las aceras
(antes que saltara a la portada del New York Times o al telediario de la BBC).
Ben Wilson vive ahora una especie de fama anónima como "el
artista del chicle". Muchos han oído hablar de él, pero creen que forma
parte de la leyenda urbana. Otros han descubierto con sorpresa sus
miniaturas policromadas, que desde arriba parecen pegatinas y desde cerca sorprenden por sus increíbles detalles:
las ventanas del autobús de dos pisos, las alas livianas de los
ángeles, las rayas de los tigres bengalíes, las escamas de un dragón...
Wilson se inspira en escenas cotidianas de la calle, o en ideas
que se trae esbozadas desde su casa-estudio, o en los encargos que le
caen sobre la marcha... "Desde que corrió la voz, me piden que pinte chicles como declaración de amor o de matrimonio.
Se ve que funcionan bien para reforzar las relaciones o para crear
conexiones entre la gente. Esa es precisamente mi intención".
A su manera y a sus 48 años, Ben Wilson se ha convertido en
cronista de Muswell Hill, como cuando cerraron el Woolworth de Broadway,
y fue capaz de homenajear a todos sus trabajadores escibriendo sus
nombres en un chicle, el mayor que pudo encontrar, aplastado, pegado y
"fosilizado" casi a las puertas de donde estuvo el supermercado popular.
- ¿Algún tipo de chicle le atrae en particular?
- Cuanto más viejos y más duros, mejor...
No hay goma de mascar que se resista a Wilson, que descarga de la
mochila su inseparable soplete, para ablandar y extender el chicle
elegido. Una vez delimitado el "lienzo" sobre la acera, el pintor aplica un barniz y varias capas de esmalte,
hasta que la superficie está lista para crear su particularísimo mundo
con finísimos pinceles, más la llama del encendedor para fijar y dar
esplendor.
- Unas horas, algunos más de un día...
Su jornada empieza a la hora en que arrancan los colegios.
Muchas veces se queda tan abstraído en su labor que le sorprende ver a
los niños de vuelta, a primera hora de la tarde. Hay quien se ofrece a
traerle un café o algo de comer. El agradece todas las muestras de
simpatía y entusiasmo, pero casi siempre vuelve a su labor con el impulso incontenible del artista en pleno proceso de creación.
Siete años lleva Ben Wilson pintado chicles, aunque sus inicios
como artista fueron con la madera, con poderosas instalaciones y
esculturas que pululan por el bosque encantado en el jardín trasero de
su casa. De ahí pasó a trabajar con basura y desechos, y a pintar
subversivamente en las vallas publicitarias ("creo que tuve más coraje
aún que Banksy").
Hasta que un día, influido quizás por Jackson Pollock (uno de
sus artistas predilectos), urdió el estallido de color y libertad en las
aceras, y ahí sigue:
"Puedes ver mis pinturas o puedes no verlas. Pueden ser efímeras o aguantar siete años. Hay algo decididamente metafísico en el chicle que no tiene ningún otro medio...".
Carlos Fresneda / Londres
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