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El coloso verde


 
Foto: Isaac Hernández

No todos los días tiene uno la ocasión de seguir los pasos apremiantes del "dueño" del Empire State a lo largo y ancho de sus 102 pisos, 73 ascensores y 1.850 escalones. Lo cierto es que Tony Malkin -al frente del "imperio" Wien & Malkin- es un tipo muy ocupado y con mucha prisa. Pero a pesar de todo desprende un aire cercano y saludable, acentuado por la corbata verde y por su planta atlética.
   
Tony Malkin no encaja precisamente en el cliché del magnate inmobiliario. Aprendió el negocio de su abuelo y de su padre, en la era en que la especulación tendía sus lianas en la jungla urbana. Durante un par de décadas decidió respetar las reglas del juego, pero no tardó en darse cuenta de que estamos en los abores de otra era: el Empire State, construido en trece vertiginosos meses hace 81 años, se había convertido en la viva imagen de la decadencia.
   
Pese a su aspecto imponente -de cohete a punto de despegar hacia del planeta Kripton- el gigante se resquebrajaba por dentro y estaba perdiendo inquilinos a la velocidad del rayo. Los nubarrones de la recesión despuntaban en el horizonte, pero Malkin decidió plantarle cara al futuro y se fijó una meta tirando a utópica: convertir el Empire State en el "coloso eficiente"...
  
"Queremos aprovechar el poder simbólico de este maravilloso edificio para lanzar un mensaje al mundo. Y queremos hacer de paso una advertencia a los empresarios y los políticos: lo verde no es sólo deseable, sino también "rentable"".
   
Veinte millones de dólares ha invertido Tony Malkin en el la "cura de eficiencia" del rascacielos (más los 500 millones en obras de renovación). Con el apoyo del Rocky Mountain Institute y de la Iniciativa Clinton para el Clima, el objetivo es reducir el 38% de su consumo eléctrico, ahorrar 4,4 millones de dólares anuales y dejar de emitir 105.000 toneladas métricas de CO2 en los próximos años.
  
A punto completar la cura de eficiencia, ha llegado la hora de hacer repaso a las grandes conquistas... Las 6.514 ventanas del rascacielos han pasado -una a una- por un taller habilitado en la quinta planta. Allí se reforz'o el doble vidrio con una película aislante y se rellen'o finalmente el espacio interior con gas argón/kriptón para mejorar la protección térmica. Una decena de "currantes" de la eficiencia cumpli'o la meta de cambiar hasta cincuenta ventanas diarias, bajo el cartel que advert'ia "Green Workers Get Serious" ("Los trabajadores verdes se ponen serios").
  
"Lo más fácil habría sido subcontratar el recambio de las ventanas a una empresa especializada", advierte Malkin. "Pero decidimos correr nosotros con la faena y hacerlo "in situ", para ahorrar tiempo, dinero y emisiones".

   
El aislamiento de las ventanas fue una de las sesenta propuestas iniciales de las que finalmente se han puesto en marcha ocho, como las barreras térmicas en los radiadores, los sensores para la iluminación de pasillos y zonas comunes o el sistema de Control Directo Digital (DDC) que permite conocer "on line" y en tiempo directo el consumo de energía planta a planta.
   
Pero la auténtica transformación del Empire State se ha gestado desde el sótano, en la "sala de máquinas" que alberga los sistemas de calefacción y refrigeración: un indescifrable laberinto multicolor de válvulas y tuberías, evaporadores y condensadores, puestos al día por los expertos de Johnson Controls y capaces de ahorrar por sí mismos el 10% de la factura de la energía.
   
Las oficinas se han resideñado para el máximo aprovechamiento de la luz solar, cuentan con lo último en dispositivos de iluminación leds y están equipadas con muebles con la certificación "cradle to cradle". Los 55 millones de kilovatios hora que consume al año el gigante serán además generados por el viento, según el acuerdo con la compañía texana Green Mountain Energy anunciado a bombo y platillo por el propio Malkin: "Lo más natural era hacer el cambio a la energía limpia y seguir marcando el camino a todos los rascacielos del siglo XXI. Es del todo injustificable que los nuevos  edificios no hagan lo mismo".
   
Hacemos un alto en la planta 42, en medio de tanta bajada y subida. Malkin quiere enseñarnos la última maqueta -a escala "humana"- de su coloso "verde", iluminado para la ocasión con su color favorito. Desde sus casi dos metros de altura, a sus 50 años, Malkin sufre una arranque de nostalgia y recuerda la emoción que le produjo ?y le sigue produciendo- caminar por los pasillos, tocar los mármoles o admirar el oro refulgente en el techo del recibidor "art decó", por donde desfilan todos los años cuatro millones de turistas...
  
"Desde 1931, el Empire State ha sido una referencia del potencial humano para todo el mundo. A todos nos han contado la historia del edificio que se levantó en poco más de un año, en medio de la situación económica más desesperada y entre dos guerras devastadoras. Ahora tenemos la ocasión de convertirlo en icono de un mundo más sostenible".
  
Concluimos por supuesto nuestro periplo en el observatorio, donde seguimos viendo inevitablemente a King Kong, zafándose de los aviones como si fueran moscas. El zumbido de la ciudad llega amortiguado a estas alturas. Se instala un silencio que invita a la reflexión, interrumpido sólo por las ráfagas del viento y por el "click" de las cámaras de decenas de turistas, contemplando con asombro el bosque implacable de hormigón, moteado ya por las primeras luces con la caída de la tarde.
  
"Más del 70% de las emisiones en las grandes ciudades proceden de los edificios", recalca Tony Malkin, en el contradictorio papel del promotor inmobiliario y "verde". "Va siendo hora de aplicar la lógica y la eficiencia a los edificios residenciales y de oficinas. Lo que estamos haciendo en el Empire no es sólo bueno para el medio ambiente, es también bueno para los negocios. Estamos demostrando que la ecología y la economía pueden caminar de la mano".

Carlos Fresneda
Publicado en blog EcoHéroes de El Mundo.es

La geometría del vértigo

 

“Hay dos elementos que el viajero captura a primera vista en Nueva York: la arquitectura “extrahumana” y el ritmo furioso. Geometría y angustia... No hay nada tan poético y terrible como la batalla de los edificios con los cielos que los cubren”.

      La observación de García Lorca, allá por 1932, sigue siendo válida por los siglos de los siglos, por más que uno conviva a diario con los “gigantes”. Algo vibra, sin duda, cuando asciendes por encima del piso 30 y hundes la mirada en el vértigo de las calles y avenidas, y tiemblas sin remedio ante el Gran Cañón de cemento y vidrio.

      “Bienvenidos a la racionalidad de la vida civilizada”, que diría Hipodamo de Mileto, el arquitecto griego que inventó la retícula urbana, llevada a la máxima exageración con las 155 calles y once avenidas numeradas de aquel Manhattan. Se cumplen ahora 200 años del plano cuadriculado que catapultó definitivamente Nueva York hacia ese futuro con aristas, el mismo que provoca fervores y odios entre quienes la habitamos y la padecemos.
      
París me impesionó mucho, Londres aún más, y ahora Nueva York me acaba de noquear” (seguimos con Lorca).
       
Allá por 1811, la ciudad era un enjambre más o menos laberíntico, no muy diferente de cualquier enclave del viejo mundo, por debajo de lo que hoy conocemos como Houston Street. Al “padre” de la retícula urbana, John Randel, le costó convencer a sus vecinos de la necesidad del tiralíneas para poyectar Nueva York hacia el norte. Más de una vez le lanzaron alcachofas y repollos en actos públicos, y en el alto Manhattan fue atacado por los perros de los indignados propietarios.
       
Pero su “visión” se impuso, en el nombre del orden y de la salud. La isla de las 400 colinas, el paraíso de los indios Lenape, pasó por un proceso de “reducción topográfica” que la dejó totalmente llana e irreconocible. Se dejó un generoso “oasis” cuadriculado en el medio (Central Park), pero en el resto de la ciudad campó a sus anchas del Espíritu de la Especulación, el mismo que con el tiempo 
tiraría de ella hacia el cielo.

     
En 1864, un año antes de su muerte, Randel se desquitó de sus detractores celebrando  “la bella uniformidad” de Nueva York y presumiendo de haber contribuido más que nadie al primer gran “boom” inmobiliario (allanando el terreno a Robert Moses, Donald Trump y tantos otros “ladrones” del ladrillo).
     
Para bien o para mal, la retícula se convirtió en la esencia de la ciudad, “crucificada” sin remedio de norte a sur y de este a oeste. Algunos, como el filósofo francés Rolan Barthes, han creído ver en “la geometría de Nueva York” una intencionalidad poética: que cada uno se sienta dueño de la capital del mundo. Para el holandés Rem Koolhaas, autor de “Delirante Nueva York”, la implacable horizontalidad y la inevitable verticalidad condenan sin embargo a Manhattan a una visión en dos dimensiones, sin espacio ni libertad para “la anarquía tridimensional”.
     
Sam Roberts, en el New York Times, recreaba recientemente ese forcejeo aún latente  entre arquitectos y urbanistas. El diseñador gráfico Paul Sahner, hipnotizado por la magia de la rejilla urbana, se ha lanzado entre tanto a fotografiar la ciudad cuadrícula a cuadrícula. Y Eric Sanderson, el ecologista del paisaje que ha recreado vitualmente cómo era Manhattan hace 400 años, vuelve a reclamar estos días la necesidad de pensar en una ciudad más humana y más respetuosa con sus ecosistemas, a pesar de su innegable grandiosidad, la misma que cautivó y apuñaló al poeta...
    
“La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/      nardos de angustia dibujada”.


Carlos Fresneda, Nueva York
Publicado en el blog Crónicas desde Nueva York de El Mundo.es