En Estados Unidos, la esperanza ha dejado paso al escepticismo e incluso al desencanto, ya se sabe. Después de la “cura de realidad” de los últimos once meses, pocos ven ya a Obama como el gran prestidigitador, capaz de solucionar los problemas del mundo con su varita mágica.
El presidente norteamericano llega además con un compromiso tirando a raquítico: reducir las emisiones de CO2 un 17% de aquí al 2020. El “truco” está en que su punto de partida son los niveles del 2005. Su promesa, ajustada a los niveles de 1990 (referencia obligada para la Unión Europea y todos los suscribieron Kioto), se queda en pírrico 3%.
Pero algo es algo, y al menos Obama se atrevido a pisar Copenhague en el momento crítico, y no sólo para la foto. Su gesto, comparado con el desplante norteamericano en Kioto, tiene ya cierto mérito. Las visitas de Arnold Schwarzenegger y de Hillary Clinton han servido para caldear el ambiente, aunque los “piratas” republicanos amenazan con un abordaje de última hora desde la proa del “Global Cooling”.
Los grupos ecologistas, los mismos que en las últimas semanas criticaron la calculada ambigUedad de Obama, tienen también relativas “esperanzas” en su buena estrella, brillando aún por encima de los 120 líderes mundiales que se darán cita en “Hopenhague”.
A pie de calle, sin embargo, las huestes de AVAAZ, del Climate Justice Action , del Climate Camp, de Tck Tck Tck, de 350.org y demás grupos de la vasta geografía del activismo ondearán hasta el último momento la bandera la “justicia climática” y planearán su asalto al fortín del Bella Center.
Porque la otra gran medida del éxito de “Hopenhague”, más allá de cualquiera acuerdo para frenar de la deforstación del planeta y fijar límites a las emisiones de CO2, será seguramente ésta: la capacidad de planeta para movilizarse, como hace diez años en Seattle, y obligar a sus líderes a pactar en la cuerda floja.
Publicado en el El Mundo
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