“Si comer es un acto político, hace muchos años que no vamos a votar”... Palabra de Franca Roiatti, autora de La revolución de la lechuga,el libro que da cuenta de esa explosión mundial de huertos urbanos –de Nueva York a La Habana, de Detroit a Nairobi– que son acaso la expresión más directa y auténtica de la sed de cambio a partir de lo más básico: los alimentos.
Estamos en el festival Terra Madre de Slow Food, donde estos días se ha hablado mucho de la necesidad de “votar con el tenedor” o “votar con el estómago”. Pues resulta que comer se ha convertido en el último acto de expresión política, y si no que se lo digan a los californianos, que en una semana votan sobre la necesidad de “desenmascarar” los alimentos modificados genéticamente.
El grupo Food First lleva encabezando esa lucha desde hace años en Oakland, uno de los bastiones de “justicia alimentaria”. En Nueva York, la gente de Just Food inició hace dos décadas el contraataque con su cruzada por los alimentos locales y su red de huertos urbanos. Aunque la “madre” de esta versión nutritiva de la democracia es sin duda Slow Food, extendido ya a 150 países y amplia ndo su radio de acción a África y Asia.
Recuerdo cómo hace veinte años, a punto de marcharme de Italia, conté por primera vez la rebelión contra el McDonald’s de Piazza di Spagna de Roma, y cómo aquel primer brote de insurrección contra el “fast food” (que ocurrió realmente en 1986) había encendido la mecha de un movimiento sin precedentes. Slow Food pertenecía entonces a esa realidad paralela que el común de los mortales desdeña como “lo alternativo”.
Slow Food está ahora en boca de todos. Con la lentitud y la persistencia del caracol, su fundador Carlo Petrini se ha convertido en una figura decididamente “política”, clamando no sólo por otro tipo de comida, sino por otro modelo de sociedad.
En uno de tantos discursos en Terra Madre, Petrini incidió en la paradoja de la triple crisis que vivimos –económica, ambiental y energética– y el despilfarro que todos los días se produce en nuestros países en crisis: “En Italia se desecha todos los años una media de 300 kilos de comida por cabeza. ¿Qué podemos hacer para reducir este desperdicio y satisfacer a la población que pasa hambre?”.
En Alemania, sin ir más lejos, Slow Food organiza las comidas colectivas para reaprovechar lo que desechan los supermercados y repartir alimentos gratuitos entre la población. En Londres, la asociación encabezada por Tristram Stuart (Feeding5k) celebra en noviembre el primer aniversario de la primera gran comilona en Trafalgar Square.
En el pueblo de Todmorden, a tiro de piedra de Manchester, los miembros de Incredible Edible han decidido ocupar espacios con el azadón y cultivar gratis para todo el pueblo (y el que venga de visita). En Sowerby Bridge ha brotado entre tanto la chispa de Totally Locally, en defensa de la utopía local.
El norteamericano Michael Pollan nos enseña a Saber Comer, y el propio Carlo Petrini nos previene contra la dieta al uso en Tierra Madre: cómo no dejarse comer por los alimentos... Otro libro reciente, Food Movements Unite!, nos habla precisamente de la convergencia de todos estos movimientos y de su alcance incontestablemente político, frente al poder de la agricultura industrial y de las multinacionales de la alimentación.
Una visión muy clara del “otro mundo posible” (desde el punto de vista alimenticio) es precisamente el que hemos tenido en el festival Terra Madre de Turín. La Vuelta al Mundo en 80 Proyectos nos ha llevado virtualmente a lugares tan lejanos como Tartar y Soibee, en Kenia, donde se produce un yogur mezclado con cenizas de cromwo, un árbol autóctono. Los campesinos etíopes del bosque de Harenna, inundaron el festival de Turín con el aroma de su café selvático, crecido a la sombra de los árboles a 1.800 metros de altitud. Los dos proyectos han sido “apadrinados” por Bilbao a través de Slow Food y dentro del programa 4cities4dev.
Sin salir de Terra Madre, pudimos recorrer uno de los “Mil jardines en Africa” impulsados también por la organización, con el mayor muestrario de berenjenas autóctonas que imaginarse pueda. Aurelia Weinz, del grupo Nawaya en Egipto, nos recordó la plantación simbólica de semillas en Tahir Square después de la “revolución”.
Cambiando de latitudes, Sayda Mendoza –del Valle del Colca en Perú– nos trajo los dulces elaborados con la variedad autóctona del maíz de Cabanita, “cultivado desde tiempos de los incas”.
En el pabellón de la biodiversidad en Asia admiramos unas treinta variedades de mijo y exploramos las miles de posibilidades del arroz. Los tubérculos yamagata de Japón, el chutney de Sri Lanka, el melón seco de Turkmenistán o las almendras shaftolicha de Uzbekistán podrían completar el menú suculento y "político" de la realidad paralela.
¡Que aproveche!
Carlos Fresneda
Publicado el el blog La Realidad Paralela de El Correo del Sol
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