Tragamos
el humo de las calles como antes tragábamos el humo de los bares. Nos
enfrentamos cada mañana al rugido incesante la marabunta urbana.
Asumimos que cientos de peatones y ciclistas tengan que morir
atropellados. Nos movemos por las aceras a trompicones, acosados a todas
las horas por los reyes indiscutibles de la jungla de asfalto.
Y
ahora imaginemos una ciudad sin coches... Lo primero, el silencio. El
canto de los pájaros, el griterío de los niños, las voces humanas. Poder
respirar por fin a pleno pulmón. Caminar a nuestras anchas, sin miedo a
las fieras motorizadas. Recuperar la libertad, como peatones y como
personas.
La
ciudad sin coches no es una utopía inalcanzable, es una realidad
palpitante y paralela. Una visita a Fez o a Venecia servirá para hacerse
una idea. Ejemplos más recientes los tenemos en Vauban, el barrio sin coches de Friburgo, o en la ciudad holandesa de Houten, o incluso en las afueras de Chengdu, en China, donde está planeada la construcción de la Car Free City.
El movimiento Car Free Cities
lleva casi dos décadas reivindicando y construyendo el sueño posible,
espoleado entre otros por J.H. Crawford: “El uso del coche como
instrumento de movilidad urbana ha llegado a un callejón sin salida.
Casi todos los problemas ambientales, sociales y estéticos de las
ciudades están asociados con el uso y abuso del automóvil. Va siendo
hora de reclamar la ciudad para las actividades humanas”.
Curiosamente,
la costa oeste americana se he convertido en uno de los puntales del
movimiento, con la publicación de la legendaria “Carbusters”,
resucitada por vía digital. Ciudades con Portland o San Francisco
(donde de nació la “masa crítica” ciclista) han ido a la cabeza de una
tendencia que ha arraigado en Nueva York, con la llegada de las mesas y
las tumbonas a la mítica Times Square (huelga decir que el 70% de los
habitantes de Manhattan no tiene coche).
En Europa, ya se sabe, la delantera la han llevado siempre los países nórdicos y centroeuropeos. En Holanda, la ciudad de Houten,
al sur de Utrech, ha sido diseñada para convertir la bicicleta en el
medio habitual de transporte y minimizar la máximo el uso del coche
entre sus 45.000 habitantes.
En Vauban, en
Friburgo, los automóviles han desaparecido por completo del mapa
(aparcados y ocultos en dos garajes en los confines del barrio). El 57%
de los vecinos decidió vender su coche antes de mudarse al barrio, donde
los niños son los auténticos reyes de la calle con sus balones y sus
bicicletas. Conectado con la ciudad por un tranvía eléctrico, Vauban es
mucho más que una zona residencial, más bien un pequeño pueblo en el que
todo queda a mano y caminando, de modo que sus vecinos puedan reducir
sus desplazamientos y su impacto ecológico.
Una ciudad sin coches
no es sólo más deseable sino que puede “ser más eficiente económica y
socialmente que otra basada en el automóvil”, según la conclusión del
estudio “Proposition de recherche pour une ville sans voiture”,
coordinado por Fabio M. Ciufini y citado por Alfonso Sanz, uno de los mayores artífices de la revolución de la movilidad por nuestras tierras.
La celebración del Día Mundial Sin Coches (el 22 de septiembre) o la campaña reciente por “calles vivibles”,
con la reducción de la velocidad urbana a 30 kilómetros por hora, son
pequeños grandes pasos hacia esa visión de futuro. Digámoslos claro: las
ciudades tuvieron que adaptarse para hacer sitio al coche y ahora
deberán de hacerlo precisamente para permitir todo lo contrario.
¡La ciudad, para quien la camina y la pedalea!
(Y,
por último, una confesión: yo también fui conductor empedernido, de
esos que cogen el coche para ir y volver todos los días al trabajo, y
para enfilar al centro comercial los fines de semana. El enganche al
volante es como la adicción a la nicotina. Cuesta dejarlo. Y es mejor
hacerlo radicalmente, de un día para otro. Mi tercer y último coche me
lo robaron hace 20 años. Me hicieron un gran favor.)
Carlos Fresneda
Publicado en el blog la Realidad Paralela de El Correo del Sol
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