EL “DETECTIVE” DE LOS ALIMENTOS

“Es trágico ver cómo la dieta americana se ha convertido en la dieta del mundo”
“Lo que nos venden como alimentos no son más sustancias con apariencia comestible”
Michael Pollan


El mundo al revés: un norteamericano descubriéndoles a los europeos las virtudes de la comida sana. Pero antes, una confesión: “Es trágico ver cómo la dieta americana se ha convertido en la dieta del mundo, y cómo ha ido devorando a su paso las tradiciones culturales y gastronómicas del planeta”.

Con ustedes, Michael Pollan, compartiendo esta mesa comunal en la que acabaremos comiendo todos, acompañándonos a la compra para recordarnos lo que conviene y no conviene meter en la bolsa, investigando por su cuenta y riesgo todo lo que hay detrás de lo que nos venden como “alimentos” y que en realidad no son más que “sustancias con apariencia comestible”, como él mismo dice.

Ardua labor ésta de presentar en público a nuestro distinguido comensal. Pongamos que Michael Pollan, 53 años, vive en las colinas de Berkeley, donde da clase en la universidad y desde donde abandera el “movimiento de la comida sana” en Estados Unidos, con libros imprescindibles como “La botánica del deseo” (el mundo desde la perspectiva de las plantas) o “El dilema omnívoro” (un historia de cuatro comidas radicalmente distintas”). Empezó como “agroperiodista” y se ha acabado convirtiendo en cocinero de la conciencia de todo un país, con una receta así de simple: “Comed alimentos, no demasiados, sobre todo plantas”. Aunque el papel que más le va, asegura, es el de “detective” de los alimentos, siguiendo el rastro de todo lo que nos llevamos a la boca, descomponiendo desde dentro la temible “dieta moderna occidental” y proponiendo la vuelta a la comida simple y natural. “El detective en el supermercado” da título a su último libro en español, que al otro lado del Atlántico se llamó “En defensa del alimento”, con una reivindicativa lechuga pidiendo a gritos unas gotitas de limón y aceite de oliva.

Michael Pollan recomienda a los norteamericanos que coman como siempre han comido los franceses, los italianos o los griegos (antes de la colonización de los McDonald’s). En el podio de la comida mediterránea echamos en falta a los españoles, y el “detective” gastronómico se justifica: “Los españoles comen demasiada carne, casi tanta como los americanos, el equivalente a seis jamones al año... Por lo demás, la dieta de los españoles es más o menos similar a otros países mediterráneos, rica en productos frescos y sazonada con aceite de oliva”.

Volveremos al “pecado” de la carne (el propio Pollan recoconoce su debilidad por el jamón ibérico), pero vamos a examinar de entrada el típico menú de la “dieta occidental moderna” para saber a qué atenernos: alimentos procesados, hidratos de carbono refinados, grasas refinadas, mucha carne, muchas calorías, mucha sal, potentes adictivos como el azúcar o el sirope de maíz, muy pocas verduras, frutas o cereales integrales.

Por principio, el “detective” Pollan propone “escapar” de la dieta moderna, producto de los monocultivos de la agricultura industrial “y cuyo secreto estriba es descomponer el maíz y la soja, procesarlos y luego volverlos a componer en sustancias que parecen comestibles”. Estos “pseudoalimentos” ocupan casi siempre la parte central de los supermercados, empaquetados con vistosos colores, con falsos reclamos para que parezcan “saludables” y una lista interminable de ingredientes ininteligibles para el común de los comensales.

Regla número uno: nunca comas nada que no comería tu tatarabuela. “La fuente más valiosa y fiable en cuestiones alimenticias es la tradición”, palabra de Pollan. “La ciencia ha aportado bien poco a la alimentación y ha creado esa cultura del “nutricionismo” de la que conviene huir. La tradición es la sabiduría popular destilada. Nuestros antecesores sabían lo que les sentaba bien y por sentido común dejaron de comer lo que les ponía enfermos”.

“¿Probaría acaso nuestra tatarabuela esos tubos de yogur llamados “Go-Gurt” y que no sabría como aplicarlos en su cuerpo, y mucho menos cómo comerlos?, se pregunta el “detective” alimenticio. “¿Y qué decir de esos pastelitos llamados “twinkies” que resisten increíblemente en cualquier condición a lo largo del tiempo? Si las bacterias y otras pequeñas criaturas deciden no “comerlos” es posiblemente porque saben algo que no sabemos nosotros”.

Regla número dos: “Consume productos perecederos”. “Los alimentos reales viven y mueren”, recuerda Pollan, “con un par de excepciones, entre ellas la miel, que ha llegado a aguantar intacta en las tumbas de los faraones”. Los alimentos reales –los que se pudren con el tiempo- hay que buscarlos en la periferia de los supermercados, cerca de las puertas de entrada y salida donde se reponen las existencias.

Y entre los alimentos reales, nada mejor que los que tienen “hojas”, seguramente ricos en fibra, vitaminas, antioxidantes y otros nutrientes esenciales. “De los 75 o 100 elementos que necesitamos para mantenernos sanos, casi todos están en las plantas”, asegura Pollan. “El último lugar donde debemos buscarlos es en los alimentos ultraprocesados”.

Regla número tres: “No comas demasiado”.. El norteamericano medio ingiere 300 calorías más por cabeza que hace veinte años. El “supersizing” se ha convertido en el pan de cada día en los restaurantes de “fast food” (“cuanto mayores las porciones, peores los restaurantes”). Y la gente come en el coche, come en el despacho, come por la calles, come a todas las horas...

“El picoteo estaba mal visto cuando yo era pequeño y ahora es nuestro deporte nacional. En los programas matutinos de televisión, en las vallas publicitarias y en los supermercados se nos atiborra con un solo mensaje: “Come más, come más”. La cadena Taco Bell se ha inventado la cuarta comida, a las once de la noche, para los que no quieren irse con hambre a la cama. El único respiro que nos dan es cuando dormimos, aunque parece que hay un somnífero, Ambien, que provoca hambre y hace que la gente se levante sonámbula a atacar la nevera”.

Sonámbulos o no, los abonados al “fast food” siguen en aumento, y si no que se lo digan a McDonald’s, que ha cerrado su año récord a pesar de la crisis. Le preguntamos al “detective” si todas las sospechas de lo mal que comemos no conducen hasta el McAuto y todos sus derivados, si no es acaso el “fast food” el enemigo público “número uno”... “No creo que el “fast food” debería prohibirse, pero sí tendría que ponerse coto al marketing dirigido a los niños y poner impuestos sobre todo a las bedidas refrescantes. El éxito del “fast food” está también en el precio: al final resulta que el maíz, que es la base de la alimentación industrial, está también detrás de la hamburguesa y las patatas fritas. Estamos subvencionando lo mal que comemos, que a su vez nos cuesta miles de millones de dólares en gastos sanitarios. ¡Estamos subvencionando la enfermedad!”.

Comer solo, a la americana, es otra de las recetas para el desastre gastronómico.
“Conviene recuperar la comida como acto social”, advierte Pollan, “y volver al placer de la buena mesa, como reclama la gente de “Slow Food”. Cocinar tus alimentos es muy importante: hay estudios que demuestran cómo la salud de la gente que cocina es casa es bastantes mejor que la de la gente que come habitualmente fuera. En casa se usan habitualmente alimentos “reales”, mientras que los restaurantes recurren a potenciadores del sabor que jamás usaríamos en nuestras cocinas. Y todos deberíamos cultivar, que es la manera más elemental de cerrar el círculo de los alimentos y reconectar con la naturaleza. Un pequeño huerto te puede cambiar la vida”.

Antes de abandonar virtualmente el supermercado le preguntamos a Pollan qué es lo que no debemos comer nunca: “Cualquier producto que contenga sirope de maíz, porque es una señal de que está altamente procesado. Cualquier producto que tenga más de cinco ingredientes o que contenga algo que nos somos capaces de descifrar. Por lo general, todo lo que entra dentro del calificativo de “sustancias que parecen comestibles”. Pero  ante todo evitar las bebidas refrescantes, el antialimento por excelencia, todo energía y cero nutrientes, el mejor caldo de cultivo para la obesidad y la diabetes de tipo 2. Seguramente hay alimentos mucho más nutritivos en la sección de comida para perros”.

Dicho lo cual, y tras tomarle las medidas al pequeño huerto-jardín y al cajón con lechugas que cultiva en su propia casa, acompañamos a Michael Pollan a hacer la compra  bajando la cuesta, en el mercado de granjeros de la avenida Shattuck (donde está también Chez Panisse, el emblemático restaurante en Berkeley de Alice Waters, otra popularísima activista y defensora de la comida sana).

En Estados Unidos hay ya más de 5.000 mercados de granjeros que traen diariamente a la ciudad la cosecha local y preferiblemente orgánica... “Yo conozco personalmente a los agricultores, he visitado incluso sus granjas, sé cómo cultivan y de dónde vienen la mayoría de los alimentos que compro. Esa debería ser nuestra máxima aspiración, siempre que podamos. Aunque reconozco que es un privilegio tener un mercado así a tiro de piedra de tu casa, y sé que a los barrios menos favorecidos no llegan apenas los alimentos frescos, que la gente con pocos recursos compra comida barata y procesada, y es precisamente la más afectada por la epidemia de obesidad y por todos los males derivados de la dieta “industrial””.

Pollan arrambla con los puerros, rebuscar entre los manojos de coles rizadas y parece enfrentarse al dilema hamletiano con una calabaza en las manos... “A veces me pregunto a qué esperan las autoridades sanitarias. El modo en que comemos es el causante de las enfermedades más frecuentes en los países industrializados. Deberíamos tomar el ejemplo de Francia y lanzar mensajes muy directos para concienciar a la población, igual que se hizo con el tabaco. Pero la industria de la alimentación tiene aún mucho poder: es muy difícil crear un estado de alerta sanitaria cuando los lobbys de la industria están poniendo dinero en las campañas de los políticos”.

Le pregutamos al “detective” por los alimentos trasgénicos, tan difícil de rastrear en el supermercado. “No sería arriesgado decir que el 75% de los alimentos procesados tienen algún componente genéticamente modificado. En cierto modo, en Europa es más fácil distinguirlos que en Estados Unidos, donde no ha habido debate porque los dos partidos estaban por la labor. Los trasgénicos deberían estar identificados, y que la gente decida o no si quiere comprarlos. A mí, personalmente, más que los efectos sobre la salud me preocupan sus efectos en el medio ambiente, porque en última instancia sirven para perpetuar los monocultivos y degradar el suelo”.

La conexión –tantas veces invisible- entre los alimentos y el medio ambientes es otra de las obsesiones de Pollan: “El modo en que comemos contribuye al 37% de las emisiones de gases invernadero, y sólo al consumo de carne le ha atribuido la ONU un 18% en su último estudio. Yo no digo “no” a la carne, yo mismo la consumo de un modo muy moderado, dos o tres veces a la semana. Pero hay muchas razones para comer menos carne. Si todos los norteamericanos comieran un día menos de carne a la semana, dejaríamos de emitir el equivalente en CO2 a quitar casi 20 millones de coches de la carretera durante un año”.

Su despertar como “detective” de los alimentos ocurrió precisamente cuando avanzaba en coche por una carretera californiana, a la altura de Fresno, y empezó a notar “un olor tan fétido como el de todos los retretes de la estaciones de autobuses juntos”. A un lado de la carretera vio una masa compacta de cientos de vacas; al otro, montañas de estiércol y campos de maíz. “Hice la conexión en el acto: éste es el lado oculto de la carne que comemos”.

Aquí llega pues el amigo americano, Michael Pollan, ondeando la bandera de la comida sana y apelando a nuestas conciencias de ciudadanos globales: “El modo en que comemos influye más en el planeta que ninguna otra área de nuestra vida. Y la buena noticia es que es muy fácil cambiar, con cada dólar o cada euro que gastas en el supermercado. Así ha ido creciendo en Estados Unidos el mercado de la comida biológica, que mueve ya más de 20.000 millones de dólares al año. Todo ha sido fruto de un acuerdo tácito entre los consumidores y los productores, que han decidido votar con el tenedor”.

Carlos Fresneda, desde Berkeley

Su libro está editado este mes de febrero en España por Temas de Hoy bajo el título "El detective en el supermercado", descubre cómo la ciencia de la nutrición y la publicidad nos han hecho más gordos y enfermizos.

Cuesta 17,50.-€, aquí un punto de venta

 

1 comentario:

Idoya dijo...

Grande, Carlos, como siempre. Grande especialmente en esta búrbuja en la que estamos...