Leo que en Valencia han decidido emprenderla a multas con los ciclistas, y me asombra la hostilidad hacia las dos ruedas que destilan muchos de los comentarios,
sobre todo por parte de los “sufridos” peatones, los mismos que tragan a
discreción el humo de los coches y que dan por hecho que el rey de la
calzada es el automóvil.
Digámoslo así de claro: el imperialismo del coche está tocando a su fin.
La “revolución” de la movilidad urbana alterará por completo el pulso
de las ciudades. Las resistencias que ahora existen hacia la bicicleta
son las mismas que hace treinta años habían contra la peatonalización de
las calles. Tendremos que aceptar que el espacio en el que nos movemos
es limitado y debe ser compartido por las tres partes en “litigio”. Y
las que no contaminan –las dos piernas y las dos ruedas- han de firmar una tregua para que todos salgamos ganando.
Escribo, dicho sea de paso, desde la tiple condición de peatón,
ciclista y automovilista que hace 18 años renunció al coche propio y que
se reserva el placer del volante para los largos desplazamientos.
Escribo también desde la condición de padre que todos los días tiene
que abrirse paso sin soltar la mano de su hijo entre la marabunta
motorizada de 4x4 y flamantes deportivos –el “Grand Prix” de Hampstead,
como titulaba recientemente un diario- que separa nuestra casa del
colegio.
Admito que tengo una visión sesgada de Londres como
recién llegado y con la referencia inmediata de Nueva York, donde el
tráfico –quitando a los taxistas- me parece mucho más civilizado. En
Manhattan, sin ir más lejos, el 70% de los habitantes no tiene coche
porque resulta un engorro; en Londres, el 65% de los desplazamientos
hacia el trabajo se siguen haciendo en vehículo privado y pervive esa cultura de arrancar el motor para subir la cuesta o dar la vuelta a la esquina.
En Londres, nunca lo habría dicho, se me está despertando una fobia que
creía superada contra los automovilistas, especialmente los que van
arrasando al volante de los 4x4 , que deberían estar prohibidos en los
cascos urbanos. Como caminante impenitente, me revientan las constantes
barreras metálicas que entorpecen el paso a los peatones y no soporto tener que correr para poder cruzar los ocho segundos que te da el semáforo para cruzar la calle.
Como ciclista, y habituado a los más de 700 kilómetros de carriles-bici en Nueva York, me agobia la falta de espacio y me preocupa tener que compartir carril con los temerarios autobuses
de dos pisos. Sé que todo sería más fácil si viviera al sur del Támesis
o en el este, donde hay más “masa crítica”, y sé también que es
cuestión de tiempo y de ir abriéndose hueco, pero reconozco que me está
costando. Sigo sin entender por qué un paseo bucólico, como el que
separa mi casa del parque de Hampstead Heath, tiene que convertirse en
una carrera de obstáculos.
Lo cierto es que vine a Londres idolatrando medidas como la bici pública o el peaje de congestión, y me encontré con una
ciudad terriblemente congestionada y contaminada, anclada en los años
ochenta y salvada tan sólo por sus incomparables parques.
Me sorprende, eso sí, el activismo rebosante a pie de calle. En webs como FixmyStreet te ayudan a canalizar las quejas y resolver todo lo que no funciona en tu calle. La gente de Walkonomics
te dice si tu calle es o no es suficientemente “caminable”, y todo lo
que podría hacerse para mejorarla. Y urbanistas como Tom Stonor, de Space Syntax,
reivindican el neccesario giro copernicano en las ciudades: “Dejemos de
pensar en cómo se mueven los coches y adaptemos las calles y las plazas
a los movimientos de los peatones. Empecemos a tratar de igual a igual a
los caminantes”.
Carlos Fresneda / Londres
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