Los jardines flotantes de Manhattan

 
Fotos: C.F.

Pega fuerte el sol sobre los antiguos raíles del High Line. Cientos de neoyorquinos se han acercado hoy con sombrillas, cantimploras y cremas protectoras, dispuestos a serpentear por el ferrocarril elevado convertido en parque, que se extiende ya a lo largo de una milla de oro “verde”.
     
“La gente suele ir a Central Park para huir de la ciudad”, apunta Ricardo Scofidio, uno de los arquitectos implicados en el diseño del High Line. “A este parque se viene sin embargo a sumergirse en Nueva York, a penetrar en sus cañones, a sentir la ciudad desde dentro como nunca antes”.

    
Las sirenas de las ambulancias, las alarmas de los coches y el zumbido incesante del monstruo urbano llegan amortiguados a la quimera de hierro “verde”. Los taxis son algo así como los moscardones amarillos que nos hacen conquillas en los pies. En el paisaje industrial han brotado los brillos metálicos de los hoteles y apartamentos de lujo, gritando “mírame” a todo el que asciende hasta los jardines flotantes...

“Quítale el contexto de la dureza urbana que nos rodea, y este parque pierde por completo su fascinación y su razón de ser”, concluye sabiamente Scofidio.
La primera media milla del High Line abrió en el 2009. Más de cuatro millones de visitantes y 2.000 millones de dólares en inversiones justificaron con creces la resurrección de la mastodóntica estructura, construida en 1934, abandonada en 1980 y reclamada por la naturaleza salvaje desde entonces.

Joshua David y Robert Hammond, vecinos de Chelsea y del West Village, fueron los primeros en vislumbrar desde lo alto el tremendo potencial de la serpiente “verde”. Poco a poco, fueron ganando el apoyo de los vecinos para salvar de la piqueta los raíles e imaginar el trasiego humano entre la herrumbre y la maleza.

   
“Sabíamos que el parque elevado iba a cambiar la dinámica de la ciudad, pero nunca imaginamos que se produciría una metaformosis urbana como la que estamos viendo”, reconoce Joshua. “En torno al High Line está surgiendo no sólo un nuevo “skyline” sino una vibración que lo transforma todo a su paso y que altera muy profundamente nuestra relación con la ciudad”, atestigua Robert.

   
A sus espaldas, en la nueva explanada de hierba elevada, los pequeños Jeremy y Tina Herson se quitan los zapatos y rompen el tópico de que el High Line no es para niños. Otro los “mitos” que arrastra el parque es que es sólo para ricos y turistas... Laura Harshley, que trabaja en una tienda en Chelsea, lo desmiente sobre la marcha y con un perrito caliente en la mano: “A la hora del “lunch”, aquí nos equiparamos todos: los “fashionistas” y los currantes. Eso sí, no vendría mal un poco más de sombra”.

Todo llegará, prometen lo diseñadores del parque, que auguran que de aquí a dos años estarán crecidas las magnolias, y que una fronda jamás vista a estas alturas convertirá la travesía del “fly over” –la parte estelar de la segunda sección del parque- en una experiencia única en el corazón de Manhattan.
Atrás quedan las anchuras inusitadas de la calle Doce, donde nace el gigante metálico. El High Line se hace mucho más estrecho e intimista en su travesía por los altos de Chelsea, camino de los Rail Yards, rumbo hacia la calle Treinta con su estrépito de fin del mundo.


Nueva York emerge al fondo con un perfil irreconocible y mutante, marcado por el tercer y último trayecto de High Line, cerrado aún para el común de los mortales. Con el tiempo, la quimera de hierro “verde” acabará bebiendo a orillas del río Hudson, bajo los pies gastados de millones de exploradores urbanos.

Carlos Fresneda, Nueva York





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