La geometría del vértigo

 

“Hay dos elementos que el viajero captura a primera vista en Nueva York: la arquitectura “extrahumana” y el ritmo furioso. Geometría y angustia... No hay nada tan poético y terrible como la batalla de los edificios con los cielos que los cubren”.

      La observación de García Lorca, allá por 1932, sigue siendo válida por los siglos de los siglos, por más que uno conviva a diario con los “gigantes”. Algo vibra, sin duda, cuando asciendes por encima del piso 30 y hundes la mirada en el vértigo de las calles y avenidas, y tiemblas sin remedio ante el Gran Cañón de cemento y vidrio.

      “Bienvenidos a la racionalidad de la vida civilizada”, que diría Hipodamo de Mileto, el arquitecto griego que inventó la retícula urbana, llevada a la máxima exageración con las 155 calles y once avenidas numeradas de aquel Manhattan. Se cumplen ahora 200 años del plano cuadriculado que catapultó definitivamente Nueva York hacia ese futuro con aristas, el mismo que provoca fervores y odios entre quienes la habitamos y la padecemos.
      
París me impesionó mucho, Londres aún más, y ahora Nueva York me acaba de noquear” (seguimos con Lorca).
       
Allá por 1811, la ciudad era un enjambre más o menos laberíntico, no muy diferente de cualquier enclave del viejo mundo, por debajo de lo que hoy conocemos como Houston Street. Al “padre” de la retícula urbana, John Randel, le costó convencer a sus vecinos de la necesidad del tiralíneas para poyectar Nueva York hacia el norte. Más de una vez le lanzaron alcachofas y repollos en actos públicos, y en el alto Manhattan fue atacado por los perros de los indignados propietarios.
       
Pero su “visión” se impuso, en el nombre del orden y de la salud. La isla de las 400 colinas, el paraíso de los indios Lenape, pasó por un proceso de “reducción topográfica” que la dejó totalmente llana e irreconocible. Se dejó un generoso “oasis” cuadriculado en el medio (Central Park), pero en el resto de la ciudad campó a sus anchas del Espíritu de la Especulación, el mismo que con el tiempo 
tiraría de ella hacia el cielo.

     
En 1864, un año antes de su muerte, Randel se desquitó de sus detractores celebrando  “la bella uniformidad” de Nueva York y presumiendo de haber contribuido más que nadie al primer gran “boom” inmobiliario (allanando el terreno a Robert Moses, Donald Trump y tantos otros “ladrones” del ladrillo).
     
Para bien o para mal, la retícula se convirtió en la esencia de la ciudad, “crucificada” sin remedio de norte a sur y de este a oeste. Algunos, como el filósofo francés Rolan Barthes, han creído ver en “la geometría de Nueva York” una intencionalidad poética: que cada uno se sienta dueño de la capital del mundo. Para el holandés Rem Koolhaas, autor de “Delirante Nueva York”, la implacable horizontalidad y la inevitable verticalidad condenan sin embargo a Manhattan a una visión en dos dimensiones, sin espacio ni libertad para “la anarquía tridimensional”.
     
Sam Roberts, en el New York Times, recreaba recientemente ese forcejeo aún latente  entre arquitectos y urbanistas. El diseñador gráfico Paul Sahner, hipnotizado por la magia de la rejilla urbana, se ha lanzado entre tanto a fotografiar la ciudad cuadrícula a cuadrícula. Y Eric Sanderson, el ecologista del paisaje que ha recreado vitualmente cómo era Manhattan hace 400 años, vuelve a reclamar estos días la necesidad de pensar en una ciudad más humana y más respetuosa con sus ecosistemas, a pesar de su innegable grandiosidad, la misma que cautivó y apuñaló al poeta...
    
“La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/      nardos de angustia dibujada”.


Carlos Fresneda, Nueva York
Publicado en el blog Crónicas desde Nueva York de El Mundo.es

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