La última frontera - La otra América

La comunidad de pioneros de Ionia explora la vida natural y la alimentación equilibrada en la inmensidad de Alaska

Alaska resonará para siempre en tus sentidos y en tu memoria. Alaska te llevará a ese extremo en el que uno sólo puede fundirse o sucumbir ante la inmensidad de la naturaleza, ante los cielos sin límite, ante la vida en estado puro. Alaska es lo más cercano a otro planeta... o a la esencia misma de la Tierra.
Hace nueve años de aquel viaje al norte indómito y las sensaciones siguen ahí, prendidas en el fondo de la retina. La avioneta sobrevolando los fiordos y los glaciares de Kenai. El río rojo de salmones remontando la corriente junto a la carretera. Los alces, las águilas calvas, los osos pardos, el sol de medianoche. El otoño multicolor del parque de Denali en pleno agosto.

Alaska es también el recuerdo de un puñado de familias emboscadas en la taiga de Kasilof. Llegaron allá como tantos otros, hace 20 años, buscando la última frontera. Querían demostrar que es posible vivir de otra manera. Le pusieron a la comunidad un nombre de ecos helénicos, Ionia, y decidiron usar como guía los principios de la macrobiótica (en griego «gran vida»).
«Todos fuimos alumnos de Michio Kushi en Boston», recuerda Bill Johnson, 60 años, uno de los pioneros. «Intentamos recuperar los principios básicos y simples de la vida. Llevar una alimentación equilibrada, basada en granos integrales y en verduras, no fue más que el principio. Pensamos en cuál sería el entorno ideal para nuestros hijos, y acabamos en California, después en el estado de Washington... y finalmente en Alaska».

Pasaron por la destartalada Anchorage, antes de descender a la península de Kenai. Encontraron un suelo hostil para la agricultura, tardaron lo suyo en tomarle la medida al clima extremo. Pero aprendieron sobre la marcha. Los niños crecieron y ahora son una familia extendida de más de medio centenar, repartidos por nueve caserones más la Long House, la casa común, donde discurre la vida en los largos, oscuros y nevados inviernos.

«Digamos que nuestro producto son los niños crecidos orgánicamente», presumen Barry, Cathy Creighton y Eliza Eller, otros de los fundadores de Ionia. «Y si tenemos una meta, es dar a nuestros hijos una oferta que no puedan rechazar... Nuestra esperanza es conservar el planeta, pero no podremos hacerlo mientras no cambiemos nuestro estilo de vida. En algún sitio hay que empezar».

A David Creighton, 32 años, crecido en de Boston, le llevó un tiempo adaptarse a la vida silvestre de Alaska. Su infancia son recuerdos de mucha carpintería, horas en la huerta y en la cocina y lecciones de mecánica, hasta que descubrió su pasión por la informática. Para los más de 30 hijos de la segunda generación de Ionia, la escuela ha estado siempre en casa.

«A los niños no se les excluye del mundo de los adultos: crecemos con ellos y tenemos siempre voz cuando surgen problemas», se explica David. «Celebramos asambleas todas la mañan copiosa de vegetales en los cuatro invernaderos, la recogida de algas en Elephant Rock y las incomparables bayas de la isla de Seldovia. El cambio climático está estirando las temporadas, aunque también aviva los fuegos y funde los glaciares que se ven a lo lejos desde la playa de Kasilof.

Hubo un tiempo en que Ionia vivía lejos del mundo, pero las nuevas generaciones han salido a explorar y han tendido puentes con otros lugares del planeta, de Japón a Croacia. Emily y Katherine Johson, 21 y 17 años, tienen la certeza de que por muchos lugares que sigan descubriendo «volveremos siempre a Alaska y veremos crecer allí a nuestros hijos, porque vivir como vivimos -y comiendo como comemos- te cambia por completo la percepción del mundo y descubres que todo en este planeta está conectado».as y hemos perfeccionado la democracia. No se toma niguna decisión si no es por consenso. Cuando decidimos algo, toda la comunidad se vuelca».
Los jóvenes no dejan de bombear ideas sobre cómo financiar Ionia, y así han logrado un millón de dólares de subvención para construir el granero, el siguiente gran paso hacia la autosuficiencia. «El estado siempre ha sido generoso con la gente que quiere intentar algo diferente», admite David. «Esa es la razón por la que la gente viene a Alaska».

La cuestión alimenticia ha sido siempre básica. Con el tiempo han logrado cultivar trigo, cebada y avena, más la cosecha copiosa de vegetales en los cuatro invernaderos, la recogida de algas en Elephant Rock y las incomparables bayas de la isla de Seldovia. El cambio climático está estirando las temporadas, aunque también aviva los fuegos y funde los glaciares que se ven a lo lejos desde la playa de Kasilof.

Hubo un tiempo en que Ionia vivía lejos del mundo, pero las nuevas generaciones han salido a explorar y han tendido puentes con otros lugares del planeta, de Japón a Croacia. Emily y Katherine Johson, 21 y 17 años, tienen la certeza de que por muchos lugares que sigan descubriendo «volveremos siempre a Alaska y veremos crecer allí a nuestros hijos, porque vivir como vivimos -y comiendo como comemos- te cambia por completo la percepción del mundo y descubres que todo en este planeta está conectado».


LLAMADA DE LA NATURALEZA

Desde Kasilof, Alaska. A sus 22 años, nada más licenciarse en la Universidad de Emory, Chris McCandless renunció a su vida acomodada en la típica familia de clase media, donó todo sus ahorros a una ONG y se lanzó con su mochila a la busca del horizonte infinito del oeste americano. Su peregrinación salvaje culminó dos años después en Alaska, en un autobús abandonado a la sombra del imponente monte McKinley, donde murió tras ingerir por accidente una planta venenosa. El autor Jon Krakauer reconstruyó paso a paso el viaje interior del joven en un apasionante relato, 'Into the wild', que conecta con esa profunda y latente rebeldía contra la civilización que todos llevamos de alguna manera dentro. Sean Penn quedó tan fascinado con el libro que durante cinco años no pensó en otra cosa: viajar a Alaska y llevarlo al cine. 'Hacia rutas salvajes ('estrenada en España el 25 de enero) transmite ahora la misma sensación en poderosas imágenes que inyectan el veneno de Alaska en los pulmones. Emile Hirsch da vida al malogrado Chris McCandless y, aunque desde el principio sabemos el amargo final, nos sumergimos con él en esa geografía temeraria, de los cañones de Arizona a los hielos de Denali, de Jack London a Thoreau. «Alaska es la naturaleza con esteroides», asegura Sean Penn. Jon Krakauer, escalador consumado, admite haber descubierto allí una sensación superior a la de las más altas cumbres. Chris McCandless, alucinado o héroe, encontró en Alaska su razón primera y última, y así lo dejó escrito en su diario: «He renacido. Este es mi amanecer. La vida real empieza ahora...». /

CARLOS FRESNEDA | CORRESPONSAL EN NUEVA YORK

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